El viernes pasado quedé con mis amigas de la uni para darnos el regalo de amiga invisible. Ya, ya sé que lo normal es hacerlo en Navidad. A nosotras también nos pareció eso, pero entre que una no podía y que a la otra le surgía algo en el último momento, no hemos podido quedar todas hasta Marzo. ¿No dicen que el espíritu navideño debe tenerse todo el año? Pues nosotras tan pichis con nuestros regalitos de primavera, oye.
Entre regalo y regalo aparecieron algunos jabones efervescentes y sales de baño. Y con esto llegó nuestra charla sobre lo idealizado que está el baño. Yo conté mi propio testimonio que ahora también comparto con vosotras:
Aunque parezca triste (o no tanto), solo me he bañado una vez. Y obviamente no he repetido porque la experiencia ha sido de todo menos glamourosa. Hay varias razones por las que no me gusta bañarme.
Calcular la temperatura exacta es una ciencia. O te congelas o te abrasas. Cuando crees que el agua está en su punto, entras y pegas el culo para no escurrirte mucho. Colocas la cabeza en una toalla como puedes y cierras los ojos. Ahí llega lo mejor. Te metes pensando que te vas a relajar y acabas de los nervios porque no puedes hacer nada. Piensas: este es tu momento, disfrútalo. A los dos minutos ya estás aburrida y empiezas a pensar qué puedes hacer. ¿Leo un libro? No, que se me moja. ¿Escucho música? No, que igual se me cae el auricular del walkman y me electrocuto. Está claro, no hay nada que hacer, solo relajarte. Ya... pero para cuando quieres darte cuenta, el agua ya se ha quedado helada, tus pezones están para cortar cristales y los dedos de los pies más arrugados que la cara de Fernández de la Vega (antes de estirarse, se entiende). Te sientes tan ridícula que con tu mejor cara de digna te agarras a todo lo que puedes para no resbalarte y coges la toalla. No sin antes salpicar todo y ponerlo como la piscina de un polideportivo.